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La reciente lectura de artículos e informes acerca del estado actual de la economía de la cultura, y su repercusión directa en el mercado laboral relacionado con el sector, no hace sino ir confirmando mi impresión pesimista de que la cultura ha entrado, y de esto hace ya algún tiempo, en una pendiente declinante de influencia en el modum vivendi de nuestras sociedades. Es un dato incuestionable el profundo cambio operado en los hábitos culturales, que ahonda aún más la crisis que sufren los formatos convencionales del arte y la cultura.

Pese a que la dispersión y diversificación de la oferta cultural y sus propuestas presupone un enriquecimiento, tanto a nivel creativo, como de acercamiento y aumento de las  posibilidades de disfrute, uso de medios o acceso al conocimiento, aun mayor número de personas, lo que se viene en llamar democratización de la cultura, no deja de ser un fenómeno correlativo a la globalización, no necesariamente negativo, pero en el que se percibe una tendencia perversa de sustitución de la persona por el consumidor, del público por los usuarios. Esta liberalización de los usos culturales, además, ha redundado en un abaratamiento de la experiencia cultural, que no cesa de jibarizar propuestas y experiencias, en un intento desesperado de supervivencia. Llegar al público siempre tiene un coste asociado, que hoy en día sólo se cuantifica económicamente.

Hay una idea común, y muy extendida en la opinión pública,  que actúa desde  el convencimiento de que la cultura no deja de ser un excedente de las necesidades humanas. Por supuesto, se trata de  un error de percepción, pues la cultura sí es una necesidad, aunque una necesidad que nos viene impuesta por la fundamentación colectiva de la esencia humana. Ocurre que se ha producido un desplazamiento, no entremos en el “desde qué”, sino en el “hacia qué”: hacia el consumismo de carácter privado. Y esa es nuestra cultura actual, a partir de la cual definimos nuestras pautas de consumo, perdón, culturales. Desde luego no es una cultura que sale precisamente gratis.

Dentro de una amplia y completa variedad, de la oferta de consumo, la cultura también tiene su hueco. Tampoco analizaremos aquí lo reducido del ámbito de su espectro, pero sí hay que mencionar que de la cantidad total de la cifra de negocio que mueve la cultura sólo un ridículo porcentaje corresponde a los/as creadores/as y a los/as profesionales relacionados directamente con la creación ¿Por qué? Porque somos, creadores/as y profesionales,  intercambiables unos y otros.

Expresándolo en términos marxistas, aunque modificando el papel que Marx le concedía, la cultura ha acabado representando un casi absoluto valor de cambio, es decir, estrictamente económico, que opera con necesidades casi únicamente individuales o privadas, que sería su  valor de uso, manejadas desde la tiranía del consumo. No es que los  gustos estén dirigidos, al contrario, se intenta contentar a todos los gustos, pero desde el criterio exclusivo de la rentabilidad.

Pretender, en estas condiciones, vivir de la cultura, resulta difícil, arriesgado y quimérico. Sobre todo porque el estatus de la cultura no es muy reconocible, y encima tremendamente inestable.

¿Qué hacen al respecto los responsables culturales de la administración pública? Suponiendo que sean capaces, dada su posición  a resguardo de los vaivenes económicos, de reconocer qué está ocurriendo, en su mayor parte actúan con una pasividad cómplice. Se comportan como los capataces  que cada amanecer pasan con la furgoneta por la plaza del pueblo y eligen, entre los allí congregados a aquellos que ese mismo dia van a trabajar de jornaleros. Con la disculpa de que desgraciadamente no necesitan a muchos, va señalando a los elegidos. “Tú, tú….y tú”. Son los que suben esa mañana a la furgoneta. Los demás matan la decepción con la esperanza de tener más suerte al dia siguiente, y con la fuerza indestructible de sus ilusiones.

Joaquín Medina es gerente de Conexión Cultura